Requiem por un magnolio
La primavera discurre entre dos magnolios. El de hoja caduca que florece en las postrimerías del invierno. De su esqueleto, desnudo, brotan, antes que sus hojas, flores rosas, que anuncian y abren la eclosión primaveral. Y el de hoja perenne, tersa y verde fuerte que, cargado de flores blanco roto, estalla a la caída de la primavera y entra en el calor del verano regalando sombra y aromas dulces. El que nos murió era de estos últimos. Asombraba y perfumaba la mesa de piedra en el jardín, que tantos felices encuentros acogió. Los facultativos diagnosticaron el mal que lo corroía por dentro y que pronto haría que se desplomase traumáticamente. Solo cabía la eutanasia, que es una muerte digna. La autopsia confirmó el mal que, inexorable, iba tiñendo de negro las entrañas del árbol de lozanía aparente, pero también nos descubrió la bellísima diversidad de las texturas de su alma. Vaya, pues, este réquiem por aquel frondoso magnolio que nos abría las puertas del cálido verano.